Tengo que darte las gracias, hijo mío:
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Porque no sabes a cuántos funerales
de las posibilidades para el amor
he tenido que asistir ya sin llorar,
porque eso de llorar a lágrima viva
será muy adecuado para el poeta,
pero queda prohibido para el padre,
obligado a su risa de fortaleza.
Porque me das la vida cuando me muero
por dentro de una soledad infinita
que apenas sí baja con filosofía,
pero que, aguzada por la economía,
me aprieta este corazón tan fuerte que
el domingo me duermo el día completo
y nos miento a los dos, culpando al cansancio.
Porque me haces ganar todas las batallas,
aunque creo que estoy perdiendo la guerra,
pues la soledad, la tristeza y la muerte
permiten sólo la victoria a lo Pirro
y me desangro cada vez que me subo
al auto azul para ganarnos la vida
en la ciudad que tiene colores frívolos.
Porque de tanto mentirte, algunas veces
me resulta mentirme a mí mismo y puedo
seguir adelante, así como si nada,
guardando el dolor para las pesadillas
en que la caricia de la Amada Ausente
me reconforta para que al despertarme
vuelva a sufrir su tan dolorosa ausencia.
Porque sé que en verdad no puedo con esto
y estoy al borde de la última caída,
esa de la que no puedo darme el lujo
y tienes toda la culpa por quitarme
ese y otros lujos falaces que tuve
cuando era joven y parecido a ti
y mi propio padre también me mentía.
Hijo mío, tengo que darte las gracias.